Cuando yo era una adolescente, siempre me obsesionaba con la pregunta -“¿Dónde vas a pasar la eternidad?” Sentía una verdadera preocupación por mi destino eterno y pasaba muchas noches pensando en el asunto.  Me crié en una familia cristiana en Irlanda del Norte, es decir,  mis padres habían puesto su confianza total en la obra que  el Señor Jesucristo  realizó en la cruz del Calvario. La fe salvadora de mis padres se veía reflejada en su conducta diaria -su temperamento, su lengua, el desempeño de sus obligaciones y relaciones sociales. Su unión con Cristo no era meramente formal y sin fruto, careciendo de valor alguno. Habían sido limpiados por la preciosa sangre de Cristo y por eso andaban en la luz.
Desde mi niñez conocía  las Escrituras. Me maravillaba al escuchar de las historias de la Biblia, tanto las del Antiguo Testamento como las del Nuevo - David y Goliat, Daniel en el foso de los leones, José y sus hermanos, Jesús dando de comer a los cinco mil, Pedro en la prisión etc. Por supuesto había muchas cosas que no entendía pero la historia del amor de Cristo no me causaba ninguna confusión  a mi edad tierna.

Pero sabía  también que “está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio.” (Hebreos 9:27) Yo no estaba preparada para encontrarme con mi Creador, el cual dio a Su propia vida en rescate por mí. Por muy joven y fuerte que fuera, o por muy sana que estuviera, me di cuenta de que la muerte podía sorprenderme en cualquier momento sin ninguna notificación. Clamé a Dios por Su salvación confiando en sus palabras “el que a mí viene no le echo fuera.” El Señor seguía obrando en mi vida hasta que estaba dispuesta a renunciar a cualquier cosa, - mi carrera, la vida cómoda, si al hacerlo, contribuyera a garantizar que muchas personas encaminadas hacia el infierno oyeran el mensaje de la esperanza del Evangelio. En el año 1986 llegué a España con mi marido con el deseo de compartir las Buenas Nuevas con los españoles.

 

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